24.8.08

La condenada.

Su cuerpo frágil marchaba lentamente, sobre el piso fresco y reluciente. Los brillos que atravezaban los ventanales, hacían que su pelo vibráse, mágicamente. Sus ojos, agotados de mirar, sólo se concentraban en la desesperanza. Las túnicas crecían delicadamente, a medida que los pasos se sucedían, unos a otros. El aire que ocupaba el lugar pudo presentir lo que pasaba, y no era la primera vez que lo hacía. Ella. Avanzaba como un espectro, hundida en sus propios pensamientos. Su gemela, aún más débil que ella, la acompañaba fielmente, como lo hizo desde el momento en que reencarnó. Finalmente, llegó hasta dónde el destino la había envíado aquél día. Alzó sus largos pero finos brazos, hacía dónde las gaviotas vuelan. Su boca recitó dulcemente las palabras. Esas palabras que atraen hasta al más ínfimo espíritu oscuro, ya que lo deleita y lo alimenta con su contenido sombrío. El alma que yace frente a su presencia, se eleva en silencio. Los ayudantes se preparaban para el frío invernal que se avecinaba. Ante la orden, la gemela se abraza al alma, dejando sobre ella un fino y elegante tul en tonos grises. Es entonces, cuando el viento comienza a soplar fuertemente y el lugar se llena de un brillo enceguecedor. Mientras que las lágrimas que ella derrama, mudamente, le recorren las mejillas; aquél alma se llena de colores pálidos. Y la gravedad que nos domina hace que ponga los pies sobre la tierra. La gemela se hace presente ante el alma y la acompaña por un sendero empedrado. La mujer, ahora dueña de la verdad, admira como ellas marchan en sentido al sur. Y aunque estén a más de millones de kilométros de distancia, ella podía reconocerla por su desnudez y ese brillo que la trajo a este mundo.

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